Se sentaba en el muro y miraba a la nada. El humo de su cigarro
trazaba formas por el cielo estrellado. Estaba ahí, pero no estaba ahí.
En sus ojos se reflejaban la luz de mil farolas, pero no dejaba ver nada. Eran como espejos negros, sin profundidad.
Pero yo veía algo, agazapada como estaba entre las sombras, quizá
sentada tras un coche o en las ramas de un árbol veía como cruzaba por
su mente la idea de saltar. Pero no de saltar al asfalto y a la
realidad, no, saltar al otro lado, a la tierra de los sueños y de las
múltiples vidas, a ese sitio del que jamás puedes volver.
Lo pensaba, una y otra vez, y siempre lo descartaba.
Ojalá fuese la cobardía lo que le hiciese no hacerlo, al menos eso le habría dado algo por lo que vivir, el miedo.
Pero no, era otra cosa.
Era que en el fondo le daba igual. Había llegado al punto en que cuando
le dolía algo decía: "bah da igual, ya estoy acostumbrado".
Los golpes se habían repetido tantas veces que ya casi no los sentía.
Y las excusas que le daban se las comía con un: "claro, lo que sea".
Todo de había dejado de importar.
Pero ahí estaba yo. Todos los domingos a la misma hora.
Compartíamos el mismo amanecer pero él no lo sabía. Y aparecía allí una y
otra vez por esa obsesión que tenemos por las almas rotas.
Un susurro rompió la quietud de la noche.
"¿Te vas a quedar ahí siempre o algún día vas a venir aquí?"
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